El parece el último despojo instruido que deambula; se viste de discurso y anda con soltura por el mundo de los cuerdos porque ya no come de esa mesa. Repugna o despierta compasión, eso depende del que mire. Pero a menudo mendiga por las alturas y los sótanos algo de fe que rompa la vida racional.
Las palabras son, en su decir, sólo moldes de cosas que no anhela, y hay en él una montaña de otras voces que lo hablan. Verlo es soportar un ardor en el esófago, cosido por el vies a su cuerpo distraído. Las palabras, en su boca son ecos de ese imbécil que murmura dentro nuestro desde niños.
Es impúdico y difuso, se mueve en la escena de lo dado como un espejo de aquello que nadie querrá nunca comprender. Quiere declarar cosas todo el tiempo, demorarse en lo infame de nuestras fragantes cloacas. Necesita reflejar su sombra larga en esas aguas sucias de lo humano, y actuar otra vez lo visto en monitores y ventanas, tal como si fuera esa la realidad y no la nuestra.
Sin embargo, es un payaso sin carpa ni trapecio; una máquina fallada que amenaza con hacer vacilar lo más creído de una Cultura perversa, despiadada. Es el lúmpen maldito manoseando la neurosis educada del amor, del trabajo productivo, del flujo de un capital que a él ya no lo preocupa.
Y entonces da asco y hace asomar con timidez nuestros impulsos más violentos y asesinos. Nos pone en vilo arriba de esa ética envenenada que rige sin rumbo nuestros actos. Y buscamos esconderlo detrás de lo seguro que no inquiete, que no ofenda, que no embista de esa forma lo normal. Incluso, no nos será tan difícil imaginar su muerte, no conmovedora, desde luego, sino como un alivio para el entorno que jamás interviene en sus andanzas, y es el nuestro. Porque él habita una región hundida y paralela, y de tanto en tanto sube a la superficie a tomar los aires pestilentes de una sociedad desesperada y en peligro.
Laura Ciancaglini
Barcelona 28 de septiembre de 2011
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